Segundo Sexo, Sesión 3. Textos 4 y 5
Segundo
Sexo, Sesión 3. Textos 4 y 5
De
esta forma, la mujer no se reivindica como sujeto, porque carece de
mediosconcretos para hacerlo, porque vive el vínculo necesario que
la ata al hombre sinplantearse una reciprocidad, y porque a menudo se
complace en su alteridad.
Inmediatamente
se plantea una pregunta: ¿cómo ha empezado toda esta historia? Se
puede comprender que la dualidad de los sexos, como toda dualidad, se
traduzca en un conflicto. Se puede entender que si uno de ellos
consiguiera imponer su superioridad, debería tratarse de una
superioridad absoluta. Falta explicar por qué ganó el hombre desde
un principio. Las mujeres podrían haber vencido, o la victoria
podría haber quedado en el aire. ¿De
dónde viene que este mundo siempre haya pertenecido a los hombres y
que sólo ahora empiecen a cambiar las cosas? ¿Este
cambio es un bien? ¿Llevará o no a un reparto igualitario del mundo
entre hombres y mujeres?
Estas
preguntas no son ninguna novedad; ya se les han dado muchísimas
respuestas, pero precisamente el mero hecho de que la mujer sea
Alteridad cuestiona todas las justificaciones que los hombres hayan
podido encontrar: estaban obviamente dictadas por su interés. «Todo
lo que han escrito los hombres sobre las mujeres es digno de
sospecha, porque son a un tiempo juez y parte», dijo en el siglo
XVIII Poulain de la Barre, feminista poco conocido. En todas partes,
en todas las épocas, los varones han proclamado a los cuatro vientos
la satisfacción que les produce sentirse reyes de la creación.
«Bendito sea Dios nuestro Señor y Señor de todos los mundos porque
no me ha hecho mujer»,
dicen los judíos en sus oraciones matinales; mientras tanto, sus
esposas murmuran con resignación: «Bendito sea el Señor que me ha
creado según su voluntad». Entre todas las bondades que Platón
agradecía a los dioses, la primera era que le hubieran creado libre
y no esclavo; la segunda, hombre y no mujer. Sin embargo, los
varones no hubieran podido gozar plenamente de este privilegio si no
hubieran considerado sus fundamentos como absolutos y eternos:
han tratado de convertir su supremacía en un derecho. «Los que
hicieron y compilaron las leyes eran hombres, por lo que favorecieron
a su sexo, y los jurisconsultos convirtieron las leyes en
principios», dice también Poulain de la Barre. Legisladores,
sacerdotes, filósofos, escritores, sabios, se afanaron en demostrar
que la condición subordinada de la mujer
era grata al cielo y provechosa en
la tierra. Las religiones forjadas
por los hombres reflejan esta voluntad de dominio: encontraron armas
en las leyendas de Eva, de Pandora. Pusieron la filosofía, la
teología a su servicio, como hemos visto en las frases de
Aristóteles, de Santo Tomás que hemos citado. Desde la Antigüedad,
satíricos y moralistas representaron con gusto las debilidades
femeninas. Son conocidos los violentos alegatos en su contra que se
encuentran en la literatura francesa: Montherlant resucita con menor
brillantez la tradición de Jean de Meung. Esta hostilidad parece
algunas veces justificada, a menudo gratuita; en realidad, esconde
una voluntad de autojustificación más o menos diestramente
enmascarada. «Es más fácil acusar a un sexo que excusar al otro»,
dice Montaigne. En algunos casos, el proceso es evidente. Por
ejemplo, es curioso que el código romano, para limitar los derechos
de la mujer, invoque «la imbecilidad, la fragilidad del sexo» en un
momento en que, por debilitamiento de la familia, la mujer se
convierte en un peligro para los herederos de sexo masculino. Es
curioso que en el siglo XVI, para mantener la tutela sobre la mujer
casada, se apele a la autoridad de San Agustín, que declara que «la
mujer es una bestia que no es sólida ni estable», mientras que se
considera a la soltera capacitada para administrar sus bienes.
Montaigne entendió
perfectamente la arbitrariedad y la injusticia de la suerte que le
cabe a la mujer: «Las mujeres no se equivocan cuando rechazan las
reglas que se introducen en el mundo, sobre todo porque los hombres
las hicieron sin ellas. Es natural que haya intrigas y pendencias
entre ellas y nosotros». A pesar de todo, no llega a convertirse en
su adalid. Ya en el siglo XVIII, hombres profundamente demócratas
empiezan a plantearse la cuestión con objetividad. Diderot,
entre otros, se dedica a demostrar que la mujer es, como el hombre,
un ser humano. Un poco mástarde, Stuart
Mill la defiende con ardor. Sin
embargo, la imparcialidad de estos filósofos es excepcional. En el
siglo XIX, la polémica del feminismo se convierte
en una lucha de facciones; una de las consecuencias de la
revolución industrial es la
participación de la mujer en el trabajo productivo: en ese momento,
las reivindicaciones feministas salen del campo teórico y encuentran
unas bases económicas,
con lo que sus adversarios se vuelven más agresivos; aunque la
propiedad raíz haya sido destronada en parte, la
burguesía se aferra a la vieja
moral que ve en la solidez de la familia una garantía de la
propiedad privada: exige que la
mujer se quede en casa con una
agresividad proporcional a la amenaza que supone su emancipación; en
el seno mismo de la clase obrera,
los hombres trataron de frenar esta liberación, porque
veían en las mujeres peligrosas competidoras, sobre todo al estar
acostumbradas a trabajar por bajos salarios[6]. Para probar la
inferioridad de la mujer, los antifeministas apelaron, no sólo, como
antes, a la religión, la filosofía, la teología, sino también a
la ciencia: biología, psicología experimental, etc. Como mucho, se
concedía al otro sexo «la
igualdad dentro de la diferencia».
Esta fórmula,que tuvo tanto éxito, es muy significativa: es
exactamente lo que dicen sobre los negros de Estados Unidos las leyes
Jim Crow; sin embargo, esta segregación supuestamente igualitaria
sólo ha servido para introducir las discriminaciones más extremas.
No es casual: puede tratarse de una raza, de una casta, de un sexo
reducidos a una condición inferior, pero los procesos de
justificación son los mismos. «El eterno femenino» es el homólogo
del «alma negra» y del «carácter judío». El problema judío es
en cualquier caso muy diferente de los otros dos: para el antisemita,
el judío no es tanto un ser inferior como un enemigo y no se le
reconoce espacio alguno en este mundo; se trata más bien de
aniquilarlo. Encontramos, sin embargo, profundas
analogías entre la situación de las mujeres y la de los negros:
unas y otros se emancipan ahora de
un mismo paternalismo y la casta que los oprimió quiere mantenerlos
«en su lugar», es decir, en el lugar elegido para ellos; en ambos
casos prodiga infinitas alabanzas más o menos sinceras sobre las
virtudes del «buen negro» de alma inconsciente, infantil, risueña,
del negro resignado, y de la «mujer mujer», es decir, frívola,
pueril, irresponsable, la mujer sometida al hombre. En ambos casos,
sus argumentos proceden del estado
de hecho que ha creado la misma
casta. Es bien conocida la frase de Bernard Shaw: «El
norteamericano blanco —viene a decir— relega al negro al rango de
limpiabotas: de ello deduce que sólo sirve para limpiar zapatos».
Encontramos este círculo vicioso en múltiples circunstancias
análogas: cuando se mantiene a un individuo o un grupo de individuos
en situación de inferioridad, el hecho es que es inferior,
pero tendríamos que ponernos de acuerdo sobre el alcance de la
palabra ser, la mala fe consiste en darle un valor sustancial, cuando
tiene un sentido dinámico hegeliano: ser es
llegar a ser, es haber sido hecho tal y como le vemos manifestarse;
sí, las mujeres en su conjunto son actualmente
inferiores a los hombres, es decir, su situación les abre menos
posibilidades: el problema es saber si este estado de cosas debe
perpetuarse.
Cuestiones:
- Simone de Beauvoir intenta indagar en el pasado sobre la siguiente cuestión: ¿De dónde viene que este mundo siempre haya pertenecido a los hombres y que sólo ahora empiecen a cambiar las cosas? Describe las principales explicaciones históricas que da a esta cuestión.
- ¿Qué pretende denunciar Simone respecto de las mujeres con la siguiente analogía: El norteamericano blanco —viene a decir— relega al negro al rango de limpiabotas: de ello deduce que sólo sirve para limpiar zapatos»?
- Define los siguientes términos según el texto: alma negra, mujer.
- Sintetiza las ideas principales del texto mostrando en tu resumen la estructura expositiva o argumentativa del texto.
Texto 5
Muchos
hombres lo desean: no todos han renunciado a ello. La burguesía
conservadora sigue viendo en la
emancipación de la mujer un peligro que amenaza su moral y sus
intereses. Algunos varones temen la competencia femenina. En
Hebdo-Latin, un estudiante declaraba el otro día: «Toda estudiante
que llega a ser médico o abogado nos roba un
puesto»; son las palabras de alguien que no se cuestiona sus
derechos en este mundo. Los intereses económicos no son los únicos
en juego. Uno de los beneficios que la opresión ofrece a los
opresores es que el más humilde de ellos se siente superior: un
«pobre blanco» del sur de los Estados Unidos tiene el consuelo de
decirse que no es un «sucio negro»; los blancos más afortunados
explotan hábilmente este orgullo. De la misma forma, el
más mediocre de los varones se considera frente a las mujeres un
semidiós. Era mucho más fácil
para Montherlant considerarse un héroe cuando se enfrentaba con
mujeres (elegidas por otra parte con este fin) que cuando tuvo que
mantener ante otros hombres su papel de hombre: papel que muchas
mujeres desempeñaron mejor que él. Por ejemplo, en septiembre de
1948 en uno de sus artículos del Figaro Littéraire, Claude Mauriac
—cuya poderosa originalidad puede admirar todo el mundo— podía
escribir sobre las mujeres:«Escuchamos con
un tono (¡sic!) de educada indiferencia... a la más brillante de
ellas, sabedores de que su espíritu refleja de forma más o menos
deslumbrante ideas que les vienen de nosotros». Evidentemente, lo
que refleja su interlocutora no son las ideas de Claude Mauriac en
persona, habida cuenta de que no se le conoce ninguna;es posible que
refleje las ideas que le vienen de los hombres, pero entre los mismos
varones siempre hay más de uno que considera suyas opiniones que no
ha discurrido; podemos preguntarnos si
Claude Mauriac no tendría interés en enfrentarse con un buen
reflejo de Descartes, de Marx, de Gide, más que consigo mismo; lo
más notable es que con el equívoco del nosotros se
identifica con San Pablo, Hegel, Lenin, Nietzsche, y desde la altura
de su grandeza considera desdeñosamente al rebaño de mujeres que se
atreven a hablarle en pie de igualdad; a decir verdad, conozco a más
de una que no tendría paciencia para conceder a Mauriac «un tono de
educada indiferencia».
He
insistido en este ejemplo porque la
ingenuidad masculina es pasmosa.
Los hombres tienen muchas maneras más sutiles de aprovecharse de la
alteridad de la mujer. Para todos los que sufren complejo
de inferioridad, se trata de un
bálsamo milagroso: nadie es más arrogante, agresivo o desdeñoso
con las mujeres que un hombre preocupado por su virilidad. Los que no
se sienten intimidados por sus semejantes están también mucho más
predispuestos a reconocer en la mujer a un semejante; pero incluso
estos últimos se aferran, por muchas razones, al mito
de la Mujer, de la Alteridad; no
podemos reprocharles que no renuncien alegremente a todos los
beneficios que obtienen con esta situación; saben lo que pierden si
renuncian a la mujer tal y como la sueñan, pero ignoran lo que les
aportará tal y como será en el futuro. Es necesaria mucha
abnegación para rechazar una posición de Sujeto
único y absoluto. Además, la gran mayoría de los hombres no asume
explícitamente esta pretensión. No posicionan a
la mujer como un ser inferior, están demasiado imbuidos del ideal
democrático como para no reconocer que todos los seres humanos son
iguales. Para el niño, el joven, la mujer está revestida en el seno
de la familia de la misma dignidad social que los adultos varones;
luego experimenta lleno de deseo y de amor la resistencia, la
independencia de la mujer deseada y amada; una vez casado, respeta en
la mujer a la esposa, la madre, y en la experiencia concreta de la
vida conyugal, ella se afirma frente a él como una libertad. Así
puede convencerse de que entre los sexos ya no existen jerarquías
sociales y que más o menos, a pesar de las diferencias, la mujer es
una igual. Como observa, no obstante, algunas inferioridades —la
más importante es la incapacidad profesional— las achaca a la
naturaleza. Cuando mantiene con la mujer una actitud de colaboración
y buena voluntad, desarrolla el principio
de la igualdad abstracta; sin
embargo, la desigualdad concreta
que puede comprobar, no es él quien la enuncia. Ahora bien, en
cuanto entra en conflicto con ella, la situación se invierte:
desarrolla el principio de la
desigualdad concreta y se
permitirá incluso negar la igualdad abstracta. Así es como muchos
hombres afirman casi de buena fe que las mujeres son iguales
al hombre, que no tienen nada que reivindicar y, al mismo tiempo, que
las mujeres nunca podrán ser iguales al hombre y que sus
reivindicaciones son vanas. Es difícil para el hombre medir la
enorme importancia de discriminaciones sociales que desde fuera
parecen insignificantes y cuyas repercusiones morales, intelectuales,
son tan profundas en la mujer que puede parecer que tienen su causa
en una naturaleza originaria. Por mucha simpatía que tenga el hombre
por la mujer, nunca conoce del todo su
situación concreta. Por eso no se puede creer a los varones cuando
se esfuerzan por defender unos privilegios cuyo alcance mismo son
incapaces de medir. No nos dejaremos intimidar por el número y la
violencia de los ataques dirigidos contra las mujeres, ni engañar
por los elogios interesados que recibe la «mujer mujer»; ni ganar
por el entusiasmo que suscita su destino entre hombres que no
quisieran compartirlo por nada en el mundo.
No
obstante, no debemos considerar con menor desconfianza los argumentos
de las feministas: a menudo el afán de polémica los invalida
totalmente. Si el «conflicto de las mujeres» es tan estéril, es
porque la arrogancia masculina lo ha convertido en una polémica, y
cuando se discute no se razona bien. Lo que se ha tratado de probar
incansablemente es que la mujer es superior, inferior o igual al
hombre. Creada después de Adán, es evidentemente un ser secundario,
dicen los unos; por el contrario, dicen los otros, Adán sólo era un
boceto y Dios logró la perfección en el ser humano cuando creó a
Eva; su cerebro es más pequeño / pero es relativamente más grande;
Cristo se hizo hombre / quizá fuera por humildad. Cada argumento
trae enseguida su contrario y a menudo ambos se asientan sobre bases
falsas. Si queremos intentar ver claro, hay que salir de este
lodazal; hay que rechazar las vagas
nociones de superioridad, inferioridad e igualdad que han pervertido
todas las discusiones y partir de cero.
Cuestiones:
- Por qué se afirma en el texto que: “el más mediocre de los varones se considera frente a las mujeres un semidiós”.
- A qué se refiere Simone de Beauvoir con la afirmación “partir de cero”.
- Define los términos, “complejo de inferioridad” “principio de desigualdad concreta”, partiendo de la información ofrecida en el texto.
- Sintetiza las ideas principales del texto mostrando en tu resumen la estructura expositiva o argumentativa del texto.
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